martes, 12 de octubre de 2010

LAS SIETE ESCULTURAS DE EL DORADO

por Alvaro Medina
Bogotá ha sido siempre, por desgracia, una ciudad sin grandes monumentos ni avenidas. El caos urbanístico actual comenzó hace casi un siglo por falta de previsión y no pudo remediarlo ni Le Corbusier en persona, cuando a fines de los años cuarenta asomó por estos lares y formuló recomendaciones que fueron desoídas.
Hace más de cien años, Ciudad de México tenía perfectamente definido el eje vial del paseo de La Reforma, los madrileños se deleitaban en sus caminatas por el sombreado paseo El Prado y París tenía sus campos Elíseos. La más rancia burguesía bogotana de la época, a la que tantos reproches se le han hecho por su provincianismo y su falta de ambición en todos los sentidos, viajó a sus anchas por Europa, pero con los ojos puestos en los mercados de las pulgas. De allá trajo cachivaches en lugar de obras de arte. Esta falta de educación visual se expresa hoy en la deplorable calidad del espacio urbano de Bogotá. Ni nuestra ortodoxa tendencia al mimetismo llevó a nadie, en ninguna época, a plantearse la necesidad vital de dotarnos a gran escala de los parques, plazas, avenidas y paseos que tienen capitales como Lima, Montevideo, Buenos Aires o La Habana.
A lo anterior se agrega que los pocos monumentos dignos que hoy posee Bogotá no son en general de la ciudad sino de la Nación, desde el Tenerani en la Plaza de Bolívar hasta el Uríbe Uríbe del Parque Nacional. La proverbial pobreza del mobiliario urbano se ha visto medianamente mitigada con las siete esculturas monumentales que el expresidente Gaviria ordenó para la autopista que conduce al aeropuerto Eldorado. Se siguió así la pauta que trazara Medellín con las esculturas del aeropuerto José María Córdova. Si para la ocasión la copia estaba llena de buenas intenciones, en la ejecución ha pecado como toda copia por su falta de carácter e impone por lo mismo enmendar la plana. Hay un buen nivel de calidad en el trabajo de los escultores invitados a participar en el proyecto. El resultado va desde lo notable de Ramírez Villamizar y lo sorprendente de la mexicana Angela Gurria, a lo esperado de Negret, lo repetido de Bernardo Salcedo y Carlos Rojas, lo festivo del argentino Antonio Seguí y lo inconsistente de Fernando de Szyszlo. En apariencia, el pintor peruano recibe la peor nota y, sin embargo, su obra representa un esfuerzo meritorio de llevar al espacio tridimensional lo que ha estado pintando en los cuadros de caballete. ¿Dónde falla entonces, si las esculturas no son malas, el ambicioso proyecto?
Es grosero decirlo, pero tal pareciera que el capitalino es un ser taciturno inmensamente dotado para la poesía escrita y otros nobles menesteres, mas no para el baile y el ordenamiento del espacio público, dos actividades que requieren sentido del ritmo y del espacio. Y que nadie se enfurezca conmigo con lo antes dicho. La Plaza de Bolívar es excepcional y bella en cualquier ciudad del mundo en que se ponga. Es excepcional tanto en su trazado y proporción originales (genio de los españoles), como en la remodelación que en 1959 realizó el bogotanísimo arquitecto Fernando Martínez Sanabria (de innegable sepa ibérica). Pero dos golondrinas no hacen verano. El resto, como bien se sabe, aunque no se admita en voz alta, es puro invierno mental en medio del tumulto, la violencia, el acelere, el individualismo y la arrogancia.
La vía que conduce al aeropuerto no es una avenida ni un paseo sino una autopista. Pudo ser un parkway bordeado de vegetación, pero la posibilidad quedó frustrada debido a ancestral falta de ambición que mencioné al principio, combinadas con la galopante usura en la renta del suelo que Frank Lloyd Wright fustigó en su contexto y en su tiempo. Un paseo implica trafico peatonal pausado y una avenida es un eje vial imponente, apropiado para el desarrollo de ceremonias colectivas. En uno y otro caso, el espacio se abre aquí y allá, en los cruces con las calles y con otras avenidas, cediendo terreno física y visualmente que resulta propicio para erigir monumentos que jerarquizan y pautan un recorrido. Por ser una autopista, la de Eldorado resulta negada para el emplazamiento adecuado de esculturas. Desde hace incontables años hemos estado sufriendo, yo diría que con admirable estoicismo, la "polución visual" que emana de las estatuas de los Reyes Católicos. La pareja real, sus inocuos pedestales y su odioso basamento fueron trasladados al ancho aislador de la autopista, perdiéndose el sentido que se supone deberían tener. Personalmente me parecen dos esculturas mediocres, pero ya que toca aceptarlas en aras de la historia, es indudable que la concepción y el tamaño las hacen propicias para la pequeña plaza o el rincón colonial, no para el espacio ilímite que en la actualidad las devora. El error de situar a los Reyes en las cercanías del aeropuerto se ha repetido con las siete esculturas que inauguró a toda prisa el presidente saliente (tan aprisa que no alcanzaron a llegar ni la obra del venezolano Jesús Rafael Soto ni la del antioqueño Hugo Zapata). A ese primer error protuberante se suma el insatisfactorio emplazamiento de cada una de ellas. Sólo Eduardo Ramírez Villamizar tuvo el sentido, tratándose de una vía de alta velocidad, de concebir su monumento en dos secciones, una a cada lado de la calzada de automóviles, que virtualmente se unen como para recibir a los viajeros con sus alas desplegadas. La de Ramírez Villamizar es una metáfora eficaz. Le abono el haber sido el único de los artistas invitados que concibió su monumento en función del lugar específico que le asignaron. Las desventajas del sitio se volvieron, en su caso particular, una ventaja.
Según la dirección en que se circule, desde o hacia la ciudad, algunas esculturas no se ven desde la distancia porque se interpone un puente. La mayoría se alza en reñida competencia con los árboles y la de Bernardo Salcedo no se ve aunque está a la vista. Escoger los emplazamientos presentó limitaciones, en especial la prohibición razonable de colocar pesadas estructuras donde hay conductos subterráneos. Lo anterior no justifica el mediocre resultado. Antes bien, confirma que los coordinadores del proyecto debieron irse con tan linda música a otra parte.
Quienes decidieron el punto exacto en que se colocó cada monumento, son los mismos que diseñaron las plataformas o bases de concreto, tan parcos de imaginación como la del innombrable funcionario que diseñó la torta de piedra de Terreros donde reinan los gloriosos protectores de Colón. La escultura de Edgar Negret, por ejemplo, se compone de catorce elementos que serpentean formando en planta una "S". ¿Por qué la base es cuadrada y no circular? ¿Por qué tan vasta? ¿Por qué a la vista en lugar de ser un cimiento enterrado que comunicara la impresión de que las metálicas y coloridas estructuras brotan del césped? El trabajo en equipo del urbanista y el escultor requería en este caso una coordinación muy estrecha. Un buen escultor define formas con acierto, pero a menudo carece del sentido de la escala que le permita volverlas relevantes en el tráfago metropolitano.
Esta carencia es pan corriente en Bogotá, de modo que se trata de un viejo vicio, achacable a los arquitectos urbanistas y no a los escultores. En Caracas no suceden estas cosas porque no es de ayer que los venezolanos saben que el arte hace vivi-ble una ciudad. En Quito se ha emprendido el plan de instalar esculturas en los espacios públicos. Si los resultados no son satisfactorios, el problema no es de escala sino de estética, al revés de lo que ocurre en Bogotá. En Quito los urbanistas han resuelto eficazmente la parte que a ellos les incumbe, no así los escultores. A la obra de Negret para Eldorado le falta altura física. Los elementos llegan apenas a los cinco metros cuando debieron tener al menos doce, en armonía con los árboles que los rodean. Edgar Negret concibió en su taller un tejido de árboles de metal, con el propósito de que quedaran situados entre árboles reales. Lo que vemos no llega a la categoría del arbusto. Verdad es que el escultor aspiraba a resolver el conjunto como una pequeña joya, sutileza que requería por su complejidad rediseñar el paisaje. Al no procederse como manda el buen diseño, tanto la escultura como el parque pierden puntos.
Y vuelvo a las horrendas bases para probar que ni la obra más intensa se salvó de la imprevisión. Me refiero a la' de Ramírez Villamizar. La sección situada en el costado sur de la calzada quedó sobre un canal. Al fundir la plataforma de concreto, se colocó un tubo del calibre apropiado para que las aguas siguieran fluyendo. Pues bien, la solución adecuada imponía extender el tubo de veinte a treinta metros a lado y lado, sepultarlo bajo tierra y sembrar césped. Así se hubiera introducido la continuidad espacial y visual que la magnífica obra exige. Si usted visita el lugar, tenga el cuidado de no caer en el pequeño abismo que hay del borde de la plataforma que soporta la escultura al fondo del zanjón. Bogotá sigue creciendo a imagen y semejanza de la mediocridad propia de los poderosos de antaño. No me parece normal que el crítico de arte le dedique tantas líneas a un problema que en su apariencia es técnico y menor. No he eludido el asunto porque tras el detalle técnico se esconde la estética de la incompetencia que a diario nos agrede. Es el mal diseñador el que disminuye lo que en principio podría ser grandioso. Es él quien contrata, en la actividad profesional que en privado ejerce, a los malos artistas que sin ningún pudor han llenado a Bogotá de horrores y errores.
Si a la escultura de Negret se le pueden hacer por ahora ciertos reparos, al reconocido maestro hay que abonarle el mérito de emplearse siempre a fondo, sin repetirse nunca. No puede decirse lo mismo de Salcedo. Bernardo Salcedo llevó a un lugar público una pieza que por su composición y dimensión quedaría muy bien en un parquecito. Salcedo ensambla sierras desde hace un buen rato, lo que empieza a ser fatigante. A gran escala, el planteamiento ofrecía una variación temática renovadora si se considera que el zigzagueo de los dientes evoca el agua que riela, de acuerdo con la iconografía que el artista precisó con sus nadadores. Por sus características, el espacio próximo al terminal de pasajeros de Eldorado era adecuado para representar una monumental caída del agua y no el bosquejo de algo que lo mismo puede ser un tímido arroyo que un inane charco. Al lector le propongo imaginar la dentada y soberbia catarata metálica, de veinte metros de alto, que Salcedo nos hubiera podido regalar de no ser tan dado al facilismo y la autocomplacencia.
La escultura de Carlos Rojas es magnífica y le agrega, a lo ya planteado en la estructura casi idéntica que se alza en el cerro de Nutibara, en Medellín, el hecho de que funciona como ventana en el eje oriente-occidente y como portal en el eje norte-sur, permitiendo el paso de peatones. Con sus estructuras de acento minimalista, Rojas nos propone enmarcar el paisaje. Sus escultóricos marcos son apropiados para miradores y para parques que permitan el lúdico placer de desplazarse ante ellos y escoger a nuestro antojo lo que deseamos encuadrar. En la autopista, asentada en la estrecha base que como un puente salva el omnipresente zanjón, la obra de Rojas parece rodar gracias a los tres tubos que pasan bajo ella, efecto cinético que es ajeno por completo a las intenciones del autor de la escultura. Los pintores no suelen resolver bien sus obras cuando incursionan en la escultura, sobre todo si son monumentales.
A Antonio Seguí y a Fernando de Szyszlo no les ha ido mal. Seguí es un buen pintor de figuras planas y su escultura es igualmente plana. Con buen sentido, evitó el volumen y se centró en lo esencial de su trabajo: el humor en torno a los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana. Humor festivo el de este argentino, pero profundo y reconfortante cuando obliga a sonreír ante la silueta del hombre apresurado que corbata "al vuelo" se dirige con su maletín hacia el avión. De vieja data, de Szyszlo pinta en los lienzos enigmáticos torsos cubiertos de símbolos que son como bocas tachonadas de cuchillos, o heridas de las que brotan colmillos o vaginas dentadas. La sugerente iconografía tiene su origen en la cultura Chavín, del periodo precolombino peruano. Lo peculiar de la figuración szysliana, en principio orgánica, es que posee una evidente calidad arquitectónica.
Hace varios años, el pintor llevó al bronce sus figuras con excelentes resultados. Ahora, en la autopista a Eldorado, las vació en concreto. Me convence el torso, no el elemento abstracto que lo acompaña y que cumple el papel de inscribir un segmento de espacio circular que claramente evoca el sol. La escultura se titula Intiwatana o poste que ata al sol. En los intiwatanas de los incas, un elemento vertical se yer-gue solitario para que su sombra se proyecte en la base escalonada, configurándose de este modo la bella metáfora del sol amarrado.
En el Intiwatana de Fernando de Szyszlo para Bogotá, la iluminación del astro solar no juega ningún papel y el sol inscrito en concreto resulta anecdótico y confuso. No obstante, la obra presenta calidades estéticas que ya quisieran tener algunas de las mal llamadas esculturas que por millones de pesos adquieren bancos, instituciones financieras y centros comerciales.
Me refiero por último a la escultura de la mexicana Angela Gurria, acertadamente orientada en diagonal con respecto a las calzadas, lo que permite captarla -al aproximarse a ella- como un volumen pleno que se revela abierto al pasar a su lado. Se trata de tres discos separados que forman un volumen virtual. La obra resulta en su esencia misma monumental y es ésta su virtud. La imponencia del conjunto resulta disminuida por un detalle estructural no resuelto aún. Uno de los discos externos, el de menor tamaño, debía carecer de apoyo en su parte inferior con la idea de que pareciera flotar. Dado el peso enorme del mismo, se le agregó un apoyo metálico. Primero un burdo cubo y ahora un burdo perfil. Aquí, una vez más, la improvisación y la carrera le jugó una mala pasada a los responsables del loable proyecto.
En resumidas cuentas se cometieron errores, algunos de los cuales pueden corregirse, como sucede con la contradicción que existe entre la obra de Negret y su entorno inmediato. En los albores de un nuevo gobierno, que según se afirma va a colocar la cultura en primer plano, es de esperar que la más ambiciosa de sus metas sea la de erradicar la cultura de la improvisación que nos caracteriza y abruma. En otras palabras, si el presidente Samper quiere seguir la senda abierta por Gavi-ria y dejar obras de arte que perduren, bueno sería que sus asesores las encargaran de una vez, como una prioridad y no para aprovechar la partida presupuestal que no se ha podido gastar en el plazo previsto. Así se evitaría el tener que inaugurarlas el penúltimo día, con el guayabo inevitable del postrer adiós.
Tomado del Magazin Dominical No.594, 18 de septiembre de 1994

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